Para permitir la conservación de las especies y la misma evolución, la naturaleza privilegia los ejemplares más grandes y fuertes de cada especie para que prevalezcan sobre el resto. Los humanos primitivos no se apartaban demasiado de esta lógica en su comportamiento y competían de manera instintiva hasta que, gracias a contar con una inteligencia superior, se comenzaron a organizar entre ellos conformando comunidades.
Hoy, miles de años después, y a pesar de contar con ejemplos en muchos lugares de un planeta cada vez más pequeño en términos de conexiones y comunicaciones, de hasta donde pueden los individuos de una comunidad relacionarse eficientemente para ser más productivos y mejorar su nivel de vida, nuestra sociedad colombiana, aún funciona en muchos aspectos de manera primitiva, de tal manera que prima la ley del más grande, del más fuerte o del más “vivo”.
El caso de la movilidad es uno de los más evidentes. Las instituciones no formales, esas costumbres que aprendemos de lo que vemos que la mayoría hace, aunadas con el diseño de la infraestructura de nuestras ciudades, nos han enseñado que el orden de prioridades en cuanto a movilidad es proporcional a la mayor o menor capacidad de atropellar o causar daño al otro.
Basta tomar una calle de la ciudad de manera aleatoria para ver el triste episodio de un anciano o un niño corriendo sobre una cebra (o fuera de ella), calculando con miedo el momento en que debe cruzar la calle sin ser atropellado por algún vehículo, que al contrario de detenerse o desacelerar termina, en el mejor de los casos, regañando al peatón porque “esto es para los carros” o porque “esto pisa”. Ni hablar de lo que tiene que pasar alguien en silla de ruedas para ir, digamos, de su casa a la tienda.
Este comportamiento es ampliamente aceptado y pocos peatones, ciclistas o minusválidos protestan porque tanto para ellos como para el resto, las cosas son como deben ser. ¿De quién es entonces la culpa? ¿Quién se inventa las instituciones y quien las controla? La respuesta no es simple, porque todos, unos en mayor medida que otros, tenemos responsabilidad. Sin embargo, es el Estado quien tiene la obligación y las herramientas para generar los incentivos, correctivos y controles para que la forma de hacer las cosas cambie. No en vano se dice que la capacidad de protección de un Estado a sus ciudadanos con movilidad reducida, a sus ancianos y a sus niños, determina en gran medida el grado de desarrollo de una sociedad.
Tendrá que llegar el día en que cada habitante de nuestras ciudades de por hecho un orden de prioridades en la movilidad, donde los andenes estén construidos para que las sillas de ruedas circulen ininterrumpidamente y crucen calles por esquinas con semáforos peatonales (que tanto nos hacen falta); donde los ciclistas, que deben ser cada vez un porcentaje mayor de la población (al reemplazar el vehículo particular por este medio más ecológico y saludable), tengan sus propias vías a lo largo y ancho de la ciudad, y sean tanto los unos como los otros quienes, en cada encuentro con otro medio de transporte de mayor envergadura, tengan la prioridad. Pero sobretodo, donde los ciudadanos, sin importar su capacidad económica ni su modo de transporte, compartan unos principios de interacción y convivencia que incorporen el respeto y consideración por quienes en un determinado momento están en la situación de menos ventaja o poder.
Las obras civiles, y las medidas lógicas y elementales que se adoptan para corregir fallas puntuales en el tráfico son necesarias y generan rápidos resultados.
En Popayan hay un valioso esfuerzo en este sentido. La política de movilidad pública incluida en el plan de desarrollo 2016 -2019 establece acertadamente que el principio será darle prioridad a los medios de transporte “lentos” o “menos costosos”, es decir, primero el peatón y la silla de ruedas, pasando por la bicicleta, los buses y otros, terminando con el vehículo particular.
Pero para lograr hacer esto efectiva y sostenidamente, tres palabras: Educación, educación y educación.
Así como estamos en mora de reconstruir nuestras ciudades para hacerlas más equitativas y amables, lo estamos en la tarea de educar desde los fundamentos a la población, rompiendo así con el antiguo paradigma y dando el salto de lo primitivo a lo lógico; de la legitimidad del abuso a la protección del individuo, de la ley del más fuerte a un ambiente donde predomina el respeto y la consideración por los demás.
Javier Quintero Rodríguez, Economista, MBA/