Intento no ir ni a los homenajes, ni a los funerales de los amigos. En el caso de los funerales, me llevo mal con la muerte, y su dimensión social me incomoda profundamente. Un colega me dijo que sólo había que ir al funeral de los enemigos, «y mirar en la caja, para asegurarse de que el tipo estaba dentro». «Pero al funeral de los amigos, ¡nunca!», gritó cual poseso.
Haciendo caso a la segunda parte de su consejo (los enemigos nunca me han inquietado demasiado), lo cierto es que sólo voy a un funeral si mi ausencia motiva alguna incomprensión. El dolor es algo íntimo y soporto mal su exhibición pública, aunque a veces resulte inevitable.
Desde mi perspectiva, llorar hacia dentro es una forma profunda de amar. Por supuesto, los homenajes son de otra naturaleza, pero también me resultan antipáticos. Tienen algo de fúnebre finiquito, como si, subrayando la categoría biográfica del homenajeado, se diera por liquidado. No sé. Seguro que exagero, pero cuando quiero de verdad a la persona, tiendo a verla como eterna, incapaz de hacerme la mala jugada de dejarme un día. Además, los homenajes están tan sobrecargados de aduladores, pelotas de salón, tipos que pasan por allí, los que van por el canapé, los aburridos de turno y los que asisten porque toca asistir, que me resulta especialmente bochornoso el pasamanos de turno.
No he ido a un solo homenaje en el que no me haya preguntado «¿qué hace este personaje aquí?», sabiendo lo que todos sabemos de todos. No olvidemos que el zoológico payanes es pequeño y todos los monos nos tenemos un amplio conocimiento mutuo. De hecho, si alguien estudiara los rituales de la hipocresía social, no debería perderse uno solo de nuestros homenajes.
Desde mi perspectiva, llorar hacia dentro es una forma profunda de amar.