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De los flautistas de Bizancio a la chirimía caucana: A propósito de una lectura infantil del poema “los camellos” de Guillermo Valencia.

En la infancia un profesor brabucón me obligo a memorizar, y luego a declamar, ante mis compañeros de curso, el poema “los Camellos” del poeta Guillermo Valencia. Aún recuerdo los versos iniciales: “Dos lánguidos camellos de elásticas cervices, de verdes ojos claros y piel sedosa y rubia.” A esa edad el poema era difícil de comprender y declamar. Hablaba de seres y  lugares remotos con palabras incomprensibles: un verdadero jeroglífico. A su modo, el  profesor me ayudó a salir de la incertidumbre: “Piensa en el sufrimiento de los camellos. Viven en el desierto donde hay  mucho sol, no hay agua ni alimentos.  El poema habla de esos sufrimientos”. Desde entonces he leído muchas cosas. En ese trasegar supe que la lectura de literatura puede ser frustrante, e incluso nociva para quien no sabe razonar. Por estos días, por una extraña circunstancia, volví a interesarme en ese poema. Me dediqué a rumiarlo por unos cuantas horas. La lectura debe ser un oficio lento, metódico, tortuoso, un oficio para rumiantes dijo Nietzsche.

En términos generales, este y cualquier poema es un objeto de palabras hecho estéticamente con intencionalidad comunicativa. Se hace con palabras que el autor selecciona meticulosamente, atendiendo a su sonoridad, su sentido y a sus adherencias semánticas o simbólicas. El autor también determina la estructura o armazón de su texto, decisión que puede estar mediada por las tendencias de moda, o a retos personales. Finalmente, pero no menos importante, un poema proyecta unas ideas. En el poema “Los camellos”, el autor maniobra a través de, un narrador lírico. El narrador es una creación del autor. Tiene la función de dar cuenta de acontecimientos o pensamientos que el autor quiere comunicar. El narrador funciona  como un “dispositivo” lingüístico y psicológico instalado en el poema que aparenta tener  voz propia. Por eso puede confundirse fácilmente con la voz del autor. Sin embargo  el narrador instalado en el poema dice solamente aquello que el autor determina.

En su estructura, el poema se compone de 15 cuartetos de versos alejandrinos. La rima es consonante cruzada. Narra líricamente el paso de dos camellos por un desierto de Egipto, entre el medio día y la caída de la tarde, en un día caluroso. En el segundo verso del primer cuarteto se  mencionan dos  características  inquietantes: los camellos tienen ojos verdes claro y piel sedosa y rubia. Este detalle hace prever que el autor no tiene interés en hacer una descripción física de los animales, sino que desde un enfoque psicológico, los utilizará como símbolos para expresar sus ideas. Para crear efecto de realidad el autor los sitúa en su hábitat de naturaleza hostil: el desierto de Egipto, en un  escenario donde confluyen palmeras, las cisternas, y las pirámides. Para completar el carácter exótico del escenario, el poeta congrega a seres mitológicos malignos de la cultura griega: La Quimera y La Esfinge, a los cuales les reconoce la capacidad de  atormentar la existencia de los camellos.  Poco a poco se configura el carácter simbólico de los camellos como prototipos de sufrimiento. Los ojos de estos reflejan toda la pesadumbre: “Todo el fastidio, toda la fiebre, toda el hambre, la sed sin agua…” Sufrimiento inasible,  perenne, inconsolable.  Es el sufrimiento inherente a la existencia del mundo. Un mundo que agoniza sin sangre en las venas. Una vez que se ha logrado construir la figura del camello como símbolo de sufrimiento inconsolable, el autor se quita la máscara, pone sobre la mesa sus cartas y enuncia sus intenciones, presentándose a sí mismo como un camello atormentado por un dolor de existencia, dolor  especialmente asequible a los poetas. Los poetas padecen el mundo y  a su vez lo redimen, llevan a cuestas el sufrimiento existencial representado en el sacro Monolito. Los poetas son, por así decirlo, Cristos profanos. “Sólo el poeta es lago sobre este mar de arenas, sólo su arteria rota la Humanidad redime”.  Antes de finalizar, el autor vuelve a ocuparse de los camellos atormentados del desierto. La caravana prosigue y se aleja. El poeta ha quedado al descubierto y se ha auto referenciado como un camello en los desiertos del mundo;  mundo en destrucción, mundo caótico. En tales condiciones debe ubicarse de frente a la existencia ¿Seguirá el rastro de la caravana que se aleja? La respuesta es un no rotundo. Talvez está cansado, tal vez haya visto demasiada destrucción, demasiado caos. No quiere proseguir en la caravana que atraviesa el desierto. Prefiere mirar hacia otro lado: “Buscaré dos ojos que he visto”: ojos fuentes, fuentes balsámicas que “refresquen las entrañas del lirico doliente”.

De ese modo cancelo por fin mi deuda infantil con el poema. A la vez exorcizo la imagen de aquel profesor de malas pulgas que me obligó a declamarlo sin comprenderlo. La lectura de un poema, o una partida de ajedrez,  debería abordarse como una incitación al razonamiento.

Por: Helmer Hernández Rosales. 

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