A pesar de la Ley 2450 de 2025 para controlar el ruido, las autoridades no actúan efectivamente, siendo cómplices de la situación.
En la bella Ciudad blanca de Popayán, el silencio se ha convertido en un privilegio inalcanzable. No porque la gente no lo merezca, sino porque ha sido secuestrado por el estruendo incesante de motos con exostos modificados, un ruido que invade las calles a toda hora, retumbando en las principales avenidas y muy especialmente en la via panamericana o por la Novena.
Este escándalo, lejos de ser una simple molestia, se ha transformado en una agresión diaria que deja a su paso insomnio, estrés y unas administraciones públicas ausentes. La contaminación acústica no es un problema menor.
No es solo el fastidio de un motor ruidoso a medianoche, en horas de la mañana, la tarde, en la noche en fin, es un ataque a la salud pública. Intranquilidad, ansiedad, daños auditivos y problemas cardiovasculares son apenas algunas de sus consecuencias, y aun así, las autoridades han decidido mirar hacia otro lado. Parecen haber asumido que el ruido es parte del paisaje, como si la gente estuviera obligada a soportarlo. No hacen nada ni les importa.
Pero ahora está la Ley 2450 de 2025, una norma que, por fin, pone límites al desorden con sanciones y controles más estrictos. El marco legal está ahí. ¿Se está aplicando? Por supuesto que no. Porque si hay algo en lo que las oficinas de tránsito sí han sido eficientes es en perfeccionar la inacción.
Popayán tiene un problema evidente, una ley que les da la herramienta para solucionarlo y una comunidad cansada de tanto escándalo. Sin embargo, la respuesta institucional es el mismo silencio cómplice de siempre. Entonces, la pregunta es obligatoria: ¿Qué esperan? Lo primero es comprar sonómetros, porque las multas no se pueden imponer a punta de oído y cinta métrica. Pero más allá de los equipos, lo que hace falta es acción real. No basta con operativos esporádicos o una jornada pedagógica con un par de afiches y tres comparendos simbólicos para la foto.
Se necesitan controles constantes, sanciones ejemplares y un mensaje claro de que el ruido excesivo no es un derecho, sino una infracción. La ley permite imponer multas de hasta 40 salarios mínimos a quienes excedan los niveles permitidos. ¿Por qué no se las están aplicando? ¿Por miedo a enfrentar a los infractores? ¿Por falta de voluntad? De nada sirve una ley si quienes deben hacerla cumplir siguen en modo espectador, esperando que el problema se resuelva solo.
No todos los motociclistas son responsables de este desastre, pero los que lo son han encontrado en la pasividad de las autoridades su mejor aliada. Se han adueñado del ruido y nadie les ha puesto freno. Los ciudadanos están cansados de que su derecho al descanso valga menos que el capricho de unos pocos.
Los alcaldes tienen dos opciones: hacer cumplir la ley o asumir que han decidido ignorar un problema que afecta la salud y la tranquilidad de la ciudadanía. La gente merece vivir en paz, y si las autoridades no entienden eso, alguien tendrá que recordárselo.