La Cumbre COP16 en Cali ilustra cómo las contradicciones globales y locales en justicia ambiental revelan promesas incumplidas y perpetúan desigualdades. A menudo nos consideramos seres avanzados, justos y dueños de nuestras decisiones, pero no dejamos de justificar nuestras acciones pasadas y presentes, buscando el modo de esquivar cualquier responsabilidad. Esto ocurre en casi todos los aspectos de la sociedad, y es en la economía y la política donde más se despliega: la historia de los grandes capitales, de los ventajosos y mentirosos, del legado de quienes han prosperado y de las consecuencias para aquellos que, hasta hoy, cargan el peso de un sistema que los excluyó desde el inicio.
La reciente Cumbre COP16, celebrada en Cali, es un buen ejemplo de cómo estas contradicciones y justificaciones operan a nivel global y local. Allí se debatió sobre la justicia ambiental, sobre la deuda histórica que el Norte Global tiene con el Sur, y sobre la necesidad de redistribuir no solo recursos, sino también responsabilidad. Pero, a pesar de los discursos, el cambio tangible es una fantasía. Las promesas no se cumplen y las estructuras de desigualdad no se alteran. Mientras se pide justicia, pocos están dispuestos a asumir los costos reales de dicha justicia. Las grandes potencias, como quien hereda una fortuna y afirma que “lo que se hereda no se roba”, solo reconocen lo que les conviene y rara vez cuestionan el precio de su posición privilegiada. La cumbre de Cali termina así con un consenso vacío y con las mismas naciones que más contaminan esquivando sus obligaciones. Típico evento para esnobistas..
Esta dinámica de cuestionar el pasado para evitar asumir responsabilidades en el presente también es evidente en el discurso social de nuestro propio país. El presidente Gustavo Petro, el esnob mayor, ha posicionado la historia de discriminación racial como un eje central de su gobierno, un paso necesario para dar visibilidad a injusticias históricas, pero que ha abierto una conversación polarizada. Muchos perciben esta postura como una invitación a expiar culpas y asumir un papel de constante arrepentimiento, al punto de que algunos colombianos, especialmente los de ascendencia europea, sienten que deben disculparse y andar con precaución en temas de raza. La idea de justicia histórica se ha transformado, en algunos casos, en una especie de exigencia continua de perdón que, si bien busca dar voz a los pueblos afrodescendientes e indígenas, también corre el riesgo de generar resentimiento y de instalar una narrativa divisoria.
Desde esta perspectiva, emerge una especie de doble moral que resulta casi inevitable en la naturaleza humana. Es como si ahora quienes históricamente han estado en una posición de vulnerabilidad —los afrocolombianos y las comunidades indígenas— tuvieran una oportunidad para cobrar, con razón o sin ella, una deuda social que termina por convertirse en una forma de juzgar o hasta someter al resto. No se trata de negar la deuda histórica que Colombia tiene con estos pueblos, pero sí de señalar cómo se corre el riesgo de caer en una justicia que deja de ser equitativa y se convierte en revanchismo. Es una especie de espejo de lo que ocurre en la COP16: se exige justicia, aunque sin el balance que exige una verdadera reconciliación.
Así, la economía, la política y las dinámicas sociales se convierten en un reflejo de nuestras contradicciones humanas. Queremos construir una sociedad justa, pero al mismo tiempo permitimos que las cuentas pendientes del pasado sean en armas de división en el presente. Para avanzar de verdad, necesitamos encontrar un equilibrio que no se vuelva una coartada para justificar privilegios ni una excusa para el resentimiento. Es necesario reconciliarnos con nuestra historia y asumir el compromiso real de una justicia que no distorsione el pasado, sino que nos lleve a un futuro donde cada persona pueda dejar de justificar y empezar a construir sin hipocresías.