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Hamlet: El primer enemigo que tuvo el Facebook

ser o no ser

 

“Ser o no ser. Esa es la cuestión… La belleza fácilmente corrompe un alma noble, pero un alma noble difícilmente hará virtuosa a la belleza”.

Hamlet, la tragedia cumbre de William Shakespeare, fue escrita en el siglo XVI en una Inglaterra apenas en formación. Esta obra teatral narra los hechos acaecidos en Elsinor, reino de Dinamarca, tras el asesinato de su rey Hamlet -padre de Hamlet, príncipe de Dinamarca- a manos de su hermano Claudio, y una vez que el fantasma del rey se aparece y ruega a su hijo, el príncipe Hamlet, que lo vengue de su asesino, el tío del príncipe, y quien también, además de asesinar a su hermano, acaba de desposar a su madre.

La tragedia discurre vívidamente alrededor de lo que significa la hibris-la rabia- y de cómo ésta pasión humana va transformándose paulatinamente en una melancolía inicial que dará paso a una ira desmesurada. Hamlet siente en su corazón la orfandad delirante de perderlo todo: tanto a su padre,-muerto a manos de su propio tío – a su madre, Gertrudis, desposada por el fratricida Claudio, como a su privilegiada condición de sucesor al trono de Dinamarca.

Pero, cabe preguntarse, ¿y que tendría que decirnos hoy en día Hamlet, una tragedia escrita hace más de 550 años? Pues bien, como todas las grandes obras del pensamiento clásico, mucho. Sin duda que Hamlet y su trastornada melancolía viven también en nuestra contemporaneidad.

En esta tragedia, Shakespeare explora a través de sus personajes pasiones humanas como la traición, la venganza, el incesto y la corrupción moral y social y, en especial, la conciencia pragmática de la política. Por ejemplo, Gertrudis, la reina viuda, y madre del príncipe Hamlet, accede a casarse con Claudio, su cuñado y asesino de su esposo.  Su adulterio, desde este pragmatismo político, queda disculpado, pues ella, aun sobre la sangre de su rey y esposo, opta mejor y convenientemente por adaptarse al nuevo poder; el del fratricida Claudio, y todo ello lo hace ‘por el bien del reino de Dinamarca’.

Por otro lado, el afán de poder lleva a Claudio a pasar hasta por encima de su propia sangre. El hermano del rey se convierte sin remordimiento alguno expreso en un fratricida y se queda no solo con el reino de Dinamarca sino hasta con la mujer del rey muerto.

Así mismo, la lectura de la tragedia puede revelarnos a Hamlet como el primer verdadero hombre moderno que emerge del oscurantismo del medioevo. Él encarna ya al príncipe de Maquiavelo convirtiéndose en el primer humano que declarara su creencia y la prevalencia del Yo- de su Yo- sobre cualquier otra forma de autoreferencia externa sea esta religiosa, social o política.

Desde una perspectiva filosófica, las ideas que expone Hamlet lo ubican tanto como a un relativista, un existencialista y un hombre escéptico. A pesar de los fantasmas que lo rodean, el mundo metafísico parece no tener poder alguno sobre él, quien, por ejemplo, proclama amar intensamente en su vida a su Ofelia, lo cual, sin embargo, no lo cohíbe de asesinar al padre de ella, al muy ‘correcto’ y retórico Apolonio.

Hamlet, por lo tanto, es el primer hombre que pregona la muerte del amor como elemento de redención. Para Hamlet, tal y como ocurre hoy con el hombre moderno, el amor es solo un instrumento no su razón de ser. A la usanza de Hamlet, hoy, modernamente, nos enamoramos, declaramos nuestra voluntad de pasión para toda la vida, y al día siguiente, sin remordimiento alguno, firmamos felices ante un juez el divorcio.

Pero en cambio, contrario al hombre contemporáneo, Hamlet anuncia ya en su delirio melancólico al primer crítico del Facebook. Hamlet es sin duda un anti Facebook. Él nada pública. Todo su mundo se hace interior. Hamlet, al contrario del actual amante del Facebook, decide llevar una vida melancólica bajo la cual no aspira a recibir cientos de “me gusta”. Un buen sitio donde estar, fotografiarse y mostrarle a los otros no es una preocupación para el príncipe. Hamlet proclama no importarle donde esté; lo que le interesa es la conciencia simple de estar. Hamlet no publicita nada de sí mismo y, por el contrario, siente la profunda pena de llegar a hacer pública una vida llena de vergüenzas mundanas impublicables.

Hamlet, contrario al Facebook-adicto, no comparte nada ni se avergüenza de describirse como un melancólico. Hamlet, distinto al enfermo del Facebook, no se siente obligado, compelido a mostrarse feliz ante el mundo. Hamlet es solo dolor y venganza y para ello y su vivencia crea su propia realidad delirante. Sin alegrías, sin culpas, sin ‘likes’, ni retóricas livianas de superación personal, ni deseos de recibir miles de ‘me gustas’.

El príncipe de Dinamarca, sólo y abandonado por toda forma de cariño significativa para él, al igual que el hombre que naufraga en la actual sociedad liquida expuesta por Zygmunt Bauman, buscará entonces, desde la creatividad de su locura, formas fuera de la realidad de llenar su nueva vida de huérfano, y para ello habrá de recurrir a lo que sea, hasta el fingirse loco y crear un mundo ficticio, un mundo de fantasmas del cual se apropia pero que, contrario al hombre moderno, al hombre Facebook, no busca que le sea aprobado por los otros; un mundo propio que no requiere de “me gusta” ni está obligado a responder ni a agradecer a los comentarios que éste suscita.

Pero y pese a su tristeza, el suicidio no es una opción para Hamlet. El histórico “to be or not to be” shakesperiano no se resuelve, como en el mito de Sísifo, de Albert Camus, con la muerte sino, al igual que lo hace el consumidor de Facebook, en un auténtico suicidio de la realidad. En la re-creación de una realidad de bolsillo, en la conformación de una matriz de imágenes manejada por Hamlet desde la imaginación febril o, modernamente, como lo haría el ‘Facebooknauta’, desde la conciencia tipográfica de las teclas de un computador.

Hamlet, contrario al enfermo del Facebook, no comparte nada porque no bucea en las insalvables aguas de la soberbia que lo lleven a creerse interesante, bello ni digno de ser seguido, envidiado ni imitado. Él no aspira, como aquel, a ser asumido como un referente de la felicidad terrena. Hamlet, contrario al publicador del Facebook, no anhela ser envidiado ni comentado por sus alucinaciones.  Su vida se llena sólo de sí mismo, de sus monólogos lacónicos interiores. Su tristeza, su pasión, su vida no está expuesta, minuto a minuto sobre el muro del Facebook, para que cualquiera- tal vez otros alucinados- puedan acercarse a aprobar o comentar su gelatinosa vida etérea. El mundo de Hamlet es único y totalmente suyo. Por eso nadie puede, en tal mundo tan esquivo, compartir con él la misma fantasmagórica ilusión de vida ni congraciarse con ella escribiendo sobre el muro de su espíritu frases cascabeleadas. La realidad del alma de Hamlet está llena de pensamientos vagos, réprobos y horripilantes, manipulados por él a placer y con la cual, desde su benéfica y acomodaticia locura, la enfrenta a su desamparo, a su atormentada y eterna soledad.

Hamlet, contrario al ‘Facebooknauta’, no se sabe ni se cree un ser hermoso. El depuesto príncipe de Dinamarca no nos revela nada en el muro de su alma que indique que él sea un ser especial ni bello; tan sólo un humano más que se abre a la infinitud tormentosa de la modernidad. Por eso no se exhibe ni se autoproclama pues no encuentra nada en su nefanda psique que le incline a creerse un publicista depreciado del misterio de lo bello. Hamlet no llena el muro de su alma con monólogos ni con fotos ni con postales adornadas de seres engreídos de su belleza.

Hamlet es absoluta soledad fantasiosa, pero, contrario al hombre moderno que se contenta con morar feliz por tan solo unas cuantas horas entre las carillas volubles del Facebook, él vive eternamente en las páginas inciertas del alma de la humanidad.

 

Columna de José Eduardo Bolaños Celis, Magister en Filosofía

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