“Todos los poetas del pasado, todos los poetas del presente y todos los poetas del futuro, tan sólo escriben un fragmento, un episodio de un gran poema colectivo que escriben todos los hombres”. Percy Bysshe Shelley
¿Por qué no nos unimos? ¡Unámonos todos a celebrar la voz, la palabra y la magia que ella alcanza! Digamos lo que sentimos con nuestros versos, con la de otros. La Organización de las Naciones Unidad para la Educación, la Ciencia y la Cultura, Unesco, declaró el 21 de marzo como el Día Mundial de las Poesía. Sí, sumémonos a la celebración internacional, todos tenemos algo que decir, expresar, compartir, exorcizar, clamar, soñar…
¿Qué les parece organizar un recital de poesía? Elijamos, hagamos una selección de poesía de Nuestro Maestro Guillermo Valencia así hagámonos el honor a quien nos hace más humanos: la palabra, como el medio de resistencia del hombre en su paso por la aventura de la vida.
Hemos seleccionado un grupo de poemas de Guillermo Valencia que permitirá leerlos en voz alta con nuestros hijos y los colegios con alumnos, o en su caso de manera individual el Día Mundial de la Poesía o cualquier día, todos los días.
Cigüeñas Blancas
(fragmento)
De cigüeñas la tímida bandada,
recogiendo las alas blandamente,
pasó sobre la torre abandonada,
a la luz del crepúsculo muriente;
hora en que el Mago de feliz paleta
vierte bajo la cúpula radiante
pálidos tintes de fugaz violeta
que riza con su soplo el aura errante.
Esas aves me inquietan; en el alma
reconstruyen mis rotas alegrías;
evocan en mi espíritu la calma,
la augusta calma de mejores días.
Afrenta la negrura de sus ojos
al abenuz de tonos encendidos,
y van los picos de matices rojos
a sus gargantas de alabastro unidos.
Vago signo de mística tristeza
es el perfil de su sedoso flanco
que evoca, cuando al sol se despereza,
las lentas agonías de lo Blanco.
Con la veste de mágica blancura,
con el talle de lánguido diseño,
semeja en el espacio su figura
el pálido estandarte del Ensueño.
Y si, huyendo la garra que la asecha,
el ala encoge, la cabeza extiende,
parece un arco de rojiza flecha
que oculta mano en el espacio tiende.
A los fulgores de sidérea lumbre,
en el vaivén de su cansado vuelo,
fingen, bajo la cóncava techumbre,
bacantes del azul ebrias de cielo…
Hay un Instante…
Hay un instante del crepúsculo
en que las cosas brillan más,
fugaz momento palpitante
de una morosa intensidad.
Se aterciopelan los ramajes,
pulen las torres su perfil,
burila un ave su silueta
sobre el plafondo de zafir.
Muda la tarde, se concentra
para el olvido de la luz,
y la penetra un don süave
de melancólica quietud,
como si el orbe recogiese
todo su bien y su beldad,
toda su fe, toda su gracia
contra la sombra que vendrá…
Mi ser florece en esa hora
de misterioso florecer;
llevo un crepúsculo en el alma,
de ensoñadora placidez;
en él revientan los renuevos
de la ilusión primaveral,
y en él me embriago con aromas
de algún jardín que hay ¡más allá!…
Leyendo a Silva
Vestía traje suelto de recamado biso
en voluptuosos pliegues de un color indeciso,
y en el diván tendida, de rojo terciopelo,
sus manos, como vivas parásitas de hielo,
sostenían un libro de corte fino y largo,
un libro de poemas delicioso y amargo.
De aquellos dedos pálidos la tibia yema blanda
rozaba tenuemente con el papel de Holanda
por cuyas blancas hojas vagaron los pinceles
de los más refinados discípulos de Apeles:
era un lindo manojo que en sus claros lucía
los sueños más audaces de la Crisografía:
sus cuerpos de serpiente dilatan las mayúsculas
que desde el ancho margen acechan las minúsculas,
o trazan por los bordes caminos plateados
los lentos caracoles, babosos y cansados.
Para el poema heroico se vía allí la espada
con un león por puño y contera labrada,
donde evocó las formas del ciclo legendario
con sus torres y grifos un pincel lapidario.
Allí la dama gótica de rectilínea cara
partida por las rejas de la viñeta rara;
allí las hadas tristes de la pasión excelsa:
la férvida Eloísa, la suspirada Elsa.
Allí los metros raros de musicales timbres:
ya móviles y largos como jugosos mimbres,
ya diáfanos, que visten la idea levemente
como las albas guijas un río trasparente.
Allí la vida llora y la muerte sonríe
y el tedio, como un ácido, corazones deslíe…
Allí, cual casto grupo de núbiles Citeres,
cruzaban en silencio figuras de mujeres
que vivieron sus vidas, invioladas y solas
como la espuma virgen que circunda las olas:
la rusa de ojos cálidos y de bruno cabello,
pasó con sus pinceles de marta y de camello,
la que robó al piano en las veladas frías
parejas voladoras de blancas armonías
que fueron por los vientos perdiéndose una a una
mientras, envuelta en sombras, se atristaba la luna…
Aquesa, el pie desnudo, gira como una sombra
que sin hacer ruido pisara por la alfombra
de un templo… y como el ave que ciega el astro diurno
con miradas nictálopes ilumina el Nocturno
do al fatigado beso de las vibrantes clines
un aire triste y vago preludian dos violines…
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La luna, como un nimbo de Dios, desde el Oriente
dibuja sobre el llano la forma evanescente
de un lánguido mancebo que el tardo paso guía
como buscando un alma, por la pampa vacía.
Busca a su hermana; un día la negra Segadora
-sobre la mies que el beso primaveral enflora-
abatiendo sus alas, sus alas de murciélago,
hirió a la virgen pálida sobre el dorado piélago,
que cayó como un trigo… Amiguitas llorosas
la vistieron de lirios, la ciñeron de rosas;
céfiro de las tumbas, un bardo israelita
le cantó cantos tristes de la raza maldita
a ella, que en su lecho de gasas y de blondas,
se asemejaba a Ofelia mecida por las ondas:
por ella va buscando su hermano entre las brumas,
de unas alitas rotas las desprendidas plumas,
y por ella… «Pasemos esta doliente hoja
que mi ser atormenta, que mi sueño acongoja,»
dijo entre sí la dama del recamado biso
en voluptuosos pliegues, de color indeciso,
y prosiguió del libro las hojas volteando,
que ensalza en áureas rimas de son calino y blando
los perfumes de oriente, los vívidos rubíes
y los joyeros mórbidos de sedas carmesíes.
Leyó versos que guardan como gastados ecos
de voces muertas; cantos a ramilletes secos
que hacen crujir, al tacto, cálices inodoros;
metros que reproducen los gemebundos coros
de las locas campanas que en el día de difuntos
despiertan con sus voces los muertos cejijuntos
lanzados en racimos entre las sepulturas
a beberse la sombra de sus noches oscuras…
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…Y en el diván tendida, de rojo terciopelo,
sus manos, como vivas parásitas de hielo,
doblaron lentamente la página postrera
que, en gris, mostraba un cuervo sobre una calavera…
y se quedó pensando, pensando en la amargura
que acendran muchas almas; pensando en la figura
del bardo, que en la calma de una noche sombría,
puso fin al poema de su melancolía:
exangüe como un mármol de la dorada Atenas,
herido como un púgil de itálicas arenas,
unión la faz de un Numen dulcemente atediado
a la ideal belleza del estigmatizado!…
Ambicionar las túnicas que modelaba Grecia,
y los desnudos senos de la gentil Lutecia;
pedir en copas de ónix el ático nepentes;
querer ceñir en lauros las pensativas frentes;
ansiar para los triunfos el hacha de un Arminio;
buscar para los goces el oro del triclinio;
amando los detalles, odiar el universo;
sacrificar un mundo para pulir un verso;
querer remos de águila y garras de leones
con qué domar los vientos y herir los corazones;
para gustar lo exótico que el ánimo idolatra
esconder entre flores el áspid de Cleopatra;
seguir los ideales en pos de Don Quijote
que en el azul divaga de su rocín al trote;
esperar en la noche las trémulas escalas
que arrebaten ligeras a las etéreas salas;
oír los mudos ecos que pueblan los santuarios,
amar las hostias blancas; amar los incensarios
(poetas que diluyen en el espacio inmenso
sus ritmos perfumados de vagaroso incienso);
sentir en el espíritu brisas primaverales
ante los viejos monjes y los rojos misales;
tener la frente en llamas y los pies entre lodo;
querer sentirlo, verlo y adivinarlo todo:
eso fuiste, ¡oh poeta! Los labios de tu herida
blasfeman de los hombres, blasfeman de la vida,
modulan el gemido de las desesperanzas,
¡oh místico sediento que en el raudal te lanzas!
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¡Oh Señor Jesucristo! por tu herida del pecho
¡perdónalo! ¡perdónalo! desciénde hasta su lecho
de piedra a despertarlo! Con tus manos divinas
enjuga de su sangre las ondas purpurinas…
Pensó mucho: sus páginas suelen robar la calma;
sintió mucho: sus versos saben partir el alma;
¡amó mucho! circulan ráfagas de misterio
entre los negros pinos del blanco cementerio…
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No manchará su lápida epitafio doliente:
tallad un verso en ella, pagano y decadente,
digno del fresco Adonis en muerte de Afrodita:
un verso como el hálito de una rosa marchita,
que llore su caída, que cante su belleza,
que cifre sus ensueños, ¡que diga su tristeza!…
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¡Amor! dice la dama del recamado biso
en voluptuosos pliegues de color indeciso;
¡Dolor! dijo el poeta: los labios de su herida
blasfeman de los hombres, blasfeman de la vida,
modulan el gemido de la desesperanza;
fue el místico sediento que en el raudal se lanza;
su muerte fue la muerte de una lánguida anémona,
se evaporó su vida como la de Desdémona;
ebrio del vino amargo con que el dolor embriaga
y a los fulgores trémulos de un cirio que se apaga…
¡Así rindió su aliento, bajo un sitial de seda,
el último nacido del viejo Cisne y Leda!…
Los Camellos
Lo triste es así…
– Peter Altenberg
Dos lánguidos camellos, de elásticas cervices,
de verdes ojos claros y piel sedosa y rubia,
los cuellos recogidos, hinchadas las narices,
a grandes pasos miden un arenal de Nubia.
Alzaron la cabeza para orientarse, y luego
el soñoliento avance de sus vellosas piernas
-bajo el rojizo dombo de aquel cenit de fuego-
pararon silenciosos, al pie de las cisternas…
Un lustro apenas cargan bajo el azul magnífico,
y ya sus ojos quema la fiebre del tormento:
tal vez leyeron, sabios, borroso jeroglífico
perdido entre las ruinas de infausto monumento.
Vagando taciturnos por la dormida alfombra,
cuando cierra los ojos el moribundo día,
bajo la virgen negra que los llevó en la sombra
copiaron el desfile de la Melancolía…
Son hijos del Desierto: prestóles la palmera
un largo cuello móvil que sus vaivenes finge,
y en sus marchitos rostros que esculpe la Quimera
¡sopló cansancio eterno la boca del Esfinge!
Dijeron las Pirámides que el viejo sol rescalda:
«amamos la fatiga con inquietud secreta…»
y vieron desde entonces correr sobre una espalda
tallada en carne, viva, su triangular silueta.
Los átomos de oro que el torbellino esparce
quisieron en sus giros ser grácil vestidura,
y unidos en collares por invisible engarce
vistieron del giboso la escuálida figura.
Todo el fastidio, toda la fiebre, toda el hambre,
la sed sin agua, el yermo sin hembras, los despojos
de caravanas… huesos en blanquecino enjambre…
todo en el cerco bulle de sus dolientes ojos.
Ni las sutiles mirras, ni las leonadas pieles,
ni las volubles palmas que riegan sombra amiga,
ni el ruido sonoroso de claros cascabeles
alegran las miradas al rey de la fatiga:
¡Bebed dolor en ellas, flautistas de Bizancio
que amáis pulir el dáctilo al son de las cadenas,
sólo esos ojos pueden deciros el cansancio
de un mundo que agoniza sin sangre entre las venas!
¡Oh artistas! ¡Oh camellos de la Llanura vasta
que vais llevando a cuestas el sacro Monolito!
¡Tristes de Esfinge! ¡novios de la Palmera casta!
¡Sólo calmáis vosotros la sed de lo infinito!
¿Qué pueden los ceñudos? ¿Qué logran las melenas
de las zarpadas tribus cuando la sed oprime?
Sólo el poeta es lago sobre este mar de arenas,
sólo su arteria rota la humanidad redime.
Se pierde ya a lo lejos la errante caravana
dejándome -camello que cabalgó el Excidio…-
¡Cómo buscar sus huellas al sol de la mañana,
entre las ondas grises de lóbrego fastidio!
¡No! buscaré dos ojos que he visto, fuente pura
hoy a mi labio exhausta, y aguardaré paciente
hasta que suelta en hilos de mística dulzura
refresque las entrañas del lírico doliente;
Y si a mi lado cruza la sorda muchedumbre
mientras el vago fondo de esas pupilas miro,
dirá que vio un camello con honda pesadumbre,
mirando silencioso dos fuentes de zafiro…
Las dos Cabezas
Omnis plaga tristitia cordis est et
omnis malitia, nequitia mulieris.
El Eclesiástico
Judith y Holofernes
(Tesis)
Blancos senos, redondos y desnudos, que al paso
de la hebrea se mueven bajo el ritmo sonoro
de las ajorcas rubias y los cintillos de oro,
vivaces como estrellas sobre la tez de raso.
Su boca, dos jacintos en indecible vaso,
da la sutil esencia de la voz. Un tesoro
de miel hincha la pulpa de sus carnes. El lloro
no dio nunca a esa faz languideces de ocaso.
Yacente sobre un lecho de sándalo, el Asirio
reposa fatigado, melancólico cirio
los objetos alarga y proyecta en la alfombra…
Y ella, mientras reposa la bélica falange
muda, impasible, sola, y escondido el alfanje,
para el trágico golpe se recata en la sombra.
***
Y ágil tigre que salta de tupida maleza,
se lanzó la israelita sobre el héroe dormido,
y de doble mandoble, sin robarle un gemido,
del atlético tronco desgajó la cabeza.
Como de ánforas rotas, con urgida presteza,
desbordó en oleadas el carmín encendido,
y de un lago de púrpura y de sueño y de olvido,
recogió la homicida la pujante cabeza.
En el ojo apagado, las mejillas y el cuello,
de la barba, en sortijas, al ungido cabello
se apiñaban las sombras en siniestro derroche
sobre el lívido tajo de color de granada…
y fingía la negra cabeza destroncada
una lúbrica rosa del jardín de la noche.
***
Salomé y Joakanann
(Antítesis)
Con un aire maligno de mujer y serpiente,
cruza en rápidos giros Salomé la gitana
al compás de los crótalos. De su carne lozana
vuela equívoco aroma que satura el ambiente.
Danza todas las danzas que ha tejido el Oriente:
las que prenden hogueras en la sangre liviana
y a las plantas deshojan de la déspota humana
o la flor de la vida, o la flor de la mente.
Inyectados los ojos, con la faz amarilla,
el caduco Tetrarca se lanzó de su silla
tras la hermosa, gimiendo con febril arrebato:
«Por la miel de tus besos te daré Tiberiades,»
y ella dícele: «En cambio de tus muertas ciudades,
dame a ver la cabeza del Esenio en un plato.»
***
Como viento que cierra con raquítico arbusto,
en el viejo magnate la pasión se desata,
y al guiñar de los ojos, el esclavo que mata
apercibe el acero con su brazo robusto.
Y hubo grave silencio cuando el cuello del Justo,
suelto en cálido arroyo de fugaz escarlata,
ofrecieron a Antipas en el plato de plata
que él tendió a la sirena con medroso disgusto.
Una lumbre que viene de lejano infinito
da a las sienes del mártir y a su labio marchito
la blancura llorosa de cansado lucero.
Y -del mar de la muerte melancólica espuma-
la cabeza sin sangre del esenio se esfuma
en las nubes de mirra de sutil pebetero.
La palabra de Dios
(Síntesis)
Cuando vio mi poema Jonatás el Rabino
(el espíritu y carne de la bíblica ciencia),
con la risa en los labios me explicó la sentencia
que soltó la Paloma sobre el Texto divino.
Nunca pruebes, me dijo, del licor femenino,
que es licor de mandrágoras y destila demencia;
si lo bebes, al punto morirá tu conciencia,
volarán tus canciones, errarás el camino.
Y agregó: Lo que ahora vas a oír no te asombre:
la mujer es el viejo enemigo del hombre;
sus cabellos de llama son cometas de espanto.
Ella libra la tierra del amante vicioso,
y Ella calma la angustia de su sed de reposo
con el jugo que vierten las heridas del santo.
A la Memoria de Josefina
I
De lo que fue un amor, una dulzura
sin par, hecha de ensueño y de alegría,
sólo ha quedado la ceniza fría
que retiene esta pálida envoltura.
La orquídea de fantástica hermosura,
la mariposa en su policromía
rindieron su fragancia y gallardía
al hado que fijó mi desventura.
Sobre el olvido mi recuerdo impera;
de su sepulcro mi dolor la arranca;
mi fe la cita, mi pasión la espera,
y la vuelvo a la luz, con esa franca
sonrisa matinal de primavera:
¡Noble, modesta, cariñosa y blanca!
II
Que te amé, sin rival, tú lo supiste
y lo sabe el Señor; nunca se liga
la errátil hiedra a la floresta amiga
como se unió tu ser a mi alma triste.
En mi memoria tu vivir persiste
con el dulce rumor de una cantiga,
y la nostalgia de tu amor mitiga
mi duelo, que al olvido se resiste.
Diáfano manantial que no se agota,
vives en mí, y a mi aridez austera
tu frescura se mezcla, gota a gota.
Tú fuiste a mi desierto la palmera,
a mi piélago amargo, la gaviota,
¡y sólo morirás cuando yo muera!