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LAS LETRAS LATINOAMERICANAS EN TIEMPOS DE YARINI

José Álvarez
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Muchas personas, especialmente en el mundo de la historia y la literatura, utilizan la frase “lo que pudo haber sido y no fue”. Es como una patente de corso que les permite dejar volar la imaginación para inculcar en el lector sus preferencias sobre el tema que discute.
La historia que voy a relatar no esconde esas malas intenciones. Es tan inocente que se originó cuando yo transitaba de la niñez a la adolescencia pedaleando mi bicicleta por las adoquinadas calles de la Habana Vieja. Me gustaba entrar por el barrio San Isidro, antiguo feudo de Alberto Yarini, un famoso proxeneta cuyo asesinato truncó sus aspiraciones presidenciales y salvó al mundo de las letras latinoamericanas.
Alberto Yarini y Ponce de León (1882-1910) nació en el seno de una familia acomodada. Su padre era cirujano dentista y catedrático titular de la Escuela de Cirugía Dental de la Universidad de La Habana. Su madre era una virtuosa del piano que llegó a tocar para Napoleón III en Las Tullerías.
En vez de estudiar en los Estados Unidos, Alberto prefirió la vida de los muelles, con sus retos y peligros, y sus mujeres. Pronto se convirtió en el proxeneta más famoso de Cuba. Su popularidad llegó al punto de que sus amigos comenzaron a planear su aspiración a la presidencia de la república. El sueño quedó trunco cuando fue asesinado por un representante de la competencia procedente de Francia, a quien Yarini osó bajarle su mercancía principal. Con su muerte los cubanos perdimos la oportunidad de agregar un chulo a la larga lista de presidentes insípidos. Pero se salvaron las letras latinoamericanas.
Bajo un presidente Yarini, el dramaturgo cubano José R. Brene hubiera tenido que cambiar el título de su obra teatral El gallo de San Isidro por El gallo de Palacio. Es fácil imaginarse el impacto en la narrativa latinoamericana. García Márquez hubiera sido el más perjudicado. La popularidad del joven presidente hubiera mermado el interés por un anciano dictador, ¡y ahí se fue El otoño del patriarca! Peor aún, las Memorias de mis putas tristes nunca se hubiera escrito porque todas estarían en la mansión ejecutiva, sin dejar importantes recuerdos ni grandes angustias. Ni hablar de Cien años de soledad porque, con esa empleomanía en la casa de gobierno, ¿quién podía sentirse solo? Igual hubiera ocurrido con La fiesta del chivo de Vargas Llosa, debido a la preferencia del presidente por el chilindrón. Imagino a Isabel Allende escribiendo otra versión de La casa de los espíritus porque estos estarían ausentes de la casa de gobierno. Finalmente, Reinaldo Arenas hubiera tenido que cambiar el título de sus memorias de Antes que anochezca para otro más adecuado a las actividades nocturnas del palacio presidencial. Sospecho que la única sobreviviente sería Rayuela, de Julio Cortázar, debido al tiempo que había que emplear en encontrar su capítulo 55 antes de desecharla.
La literatura se salvó con su asesinato frente a un bodegón donde entré a calmar la sed una tarde veraniega. Le pregunté al camarero lo que había en la próxima cuadra. «Ese no es lugar para usted», me dijo con acento asturiano, agregando algo relacionado con los polvos que no entendí. Le agradecí el consejo, aunque no necesitaba comprar productos de belleza. Al salir, pude observar unas chicas nada boticarias llamando a los hombres desde sus ventanas y, como el aspecto del vecindario dejaba mucho que desear, nunca más regresé.
En el transcurso de los años siguientes fui leyendo todos los libros que hubieran sido afectados por una victoria presidencial del chulo de San Isidro. Es obvio que había valido la pena. Además, debido a su muerte, el gobierno expulsó del país a todos los extranjeros integrantes del bajo mundo y Alberto Yarini, desde su visitada tumba en el Cementerio de Colón, debe haberse sentido orgulloso por haber sido el responsable de la nacionalización de la profesión más antigua del planeta. Tanto él como sus seguidores, continuaron soñando con “lo que pudo haber sido y no fue”.
José Álvarez